Pía Barros está sentada en la recepción de las dependencias del Decanato de Educación de la Universidad de Santiago. Es verano de 1985 y hace dos días fue madre por primera vez. Su hija duerme en un canasto de mimbre, y del cuello le cuelga su hijastra de cinco que la odia. Espera a Seguel, decano designado por los militares de la Faculta de Educación de la Usach. Lleva toda la mañana allí. Ha recopilado todos los papeles que Seguel le exigió para dar su examen de grado y titularse como licenciada en Castellano, o bien, la firma que acredite que está expulsada de la universidad.
Está media desmayada. Sofocada. Exhausta. Más que dar el examen, Barros quiere la firma de Seguel para terminar sus estudios en Salamanca, como la mayoría de su promoción. Nada. El tipo no aparece. La recepcionista tiene el pelo claro y medio revuelto. Se le acerca. “Pía, Seguel va a salir por otra puerta. No te va a atender. Se va de vacaciones”, dice la muchacha del look oficinista ochentero. Barros toma el canasto de mimbre, toma a su hijastra y las deja con la secretaria. Pregunta cuál es la puerta por donde va a salir. La funcionaria le indica automáticamente, con miedo. Barros camina enfurecida en esa dirección. Abre la puerta. Seguel va en puntillas y carga su maletín. Está listo para ir a su casa, ordenar las maletas y regalarle unas vacaciones soñadas a su familia feliz. Barros lo examina. Seguel, con casi dos metros, está aterrorizado. “¡Quiero que me digan ahora… ahora quiero saber…!”, dice Barros sin terminar de articular la frase. “Es que Ud. no entiende…”, dice Seguel sin conseguir terminar el discurso de la burocracia militar. “Concha de tu madre; huevón cobarde”, es el recurso de Barros. Y la gente de las oficinas comienza a asomarse. Y Seguel se esconde detrás de una mesa. Y Barros había subido 30 kilos con el embarazo. Y da vuelta la mesa. Y Seguel queda estirado, acostado, apretado contra la mesa que Barros presiona fuera de sí. Llega seguridad. A Barros la sacan en andas. Y Seguel grita: “por sobre mi cadáver Ud. se va a titular en esta universidad”. “Acuérdate que a veces uno pasa por sobre los cadáveres”, dice Barros ya reducida. Dos veces Seguel y Barros se han encontrado. La última fue en el Paseo Ahumada. Barros hizo de su mano derecha una pistola y lo apuntó. Seguel ha arrancado en las dos oportunidades.
Esta historia fue lo que dio pie para que Barros comenzara a institucionalizar sus talleres literarios. Institucionalizar, profesionalizar, porque ya desde 1976, la escritora había empezado a impartirlos más bien como un gesto político. En la Victoria, en distintas poblaciones, Barros realizó talleres en una época en que estaba prohibido el derecho a reunión, en los que en la práctica, enseñaba a escribir testimonios de pobladoras que querían saber dónde estaba su gente o cartas de denuncia. Pero en el 85, sin título y sin poder trabajar; con su casa en el suelo producto del terremoto en marzo de ese año; sin dinero, la escritora que en estos momentos lleva un vestido negro ceñido muy elegante y fuma Camel argentinos sin parar, decide crear el grupo Soffia con Ana María del Río y comenzar a cobrar: “era prioritario cobrar. Así se le daba cierta seriedad al asunto”, dice Barros. Del Río efectuaba las clases teóricas y Barros las prácticas. Así parte, haciendo del taller una forma de vida, “el mejor taller literario de Chile”.
El oído de Fuguet y el quiebre
Barros y Lind están instalados en una mesa de 2×1 en vísperas de Navidad en la casa de la escritora en la comuna de La Reina. Barros envuelve futuros regalos. Les pone cintas. Tiene en sus manos una cuerda para saltar made in France. “Es una monada”, dice. Y la verdad es que sí. El juguete es hermoso. En los extremos tiene dos figuras de soldados galos muy sonrientes, muy coloridos. La mesa tiene un mantel amarillo plastificado y está llena de objetos. Llena. Repleta de envoltorios ABC1. No de los papeles que venden en Estación Central por $100. La mujer de 51 años tiene buen gusto. Se nota. Lleva el pelo suelto. Muy largo. Muy claro, sin tintura, que se mezcla con escasas canas. Y Lind pregunta por la situación actual de la literatura chilena. Barros dice que después del año 2000 existe un quiebre. Un quiebre que está marcado por Claudia Apablaza, Marcelo León, Ignacio Fritz y Lina Meruane (que es una maravilla asiática, dice Barros). Ellos forman el desmarcamiento que construye la identidad literaria. Hay algo más que mostrar que el carrete por Santiago. Hay algo detrás de ese viaje, que es la fuerza literaria para tener una partida distinta. “¿Dónde entra Fuguet en todo esto?”, pregunta Lind, porque lo cree un icono. O por lo menos fue el personaje que generó el desmarcamiento que la escritora hace referencia: “Fuguet está marcado por la mala onda que generó Mala Onda (Planeta, 1991). Porque vendió mucho y todos lo odiaban. Pero Fuguet consiguió que toda una generación que no leía, que nunca había leído un libro entero, leyera Mala Onda. Y estamos hablando de los más pobres que jamás iban a tener acceso a la droga ni a un viaje a Brasil. Por lo tanto, sociológicamente, tiene una gran importancia, además de la importancia literaria. Porque es el primero donde los personajes no son acartonados. No hablan distinto como hablan en realidad. Y no es una herencia de Salinger (porque Lind le enrostra El Guardián entre el Centeno a Barros). Hay que tener un oído. Tiene la particularidad de dar cuenta de una idiosincrasia. Oír como se habla. Porque en Chile somos muy malos para los diálogos. Fuguet tiene la gracia del oído. Eso es un gran hallazgo. Entonces, la gallá escribe con mayor naturalidad. Sin duda, Fuguet es un escritor en escalada. No en descenso. Marcó. Porque todos quisieron escribir como Fuguet; no para contar lo de Fuguet, sino para tener el éxito de Fuguet”.
Pía Barros
La tradición de los talleres
Barros y Lind ya hablaron del quiebre actual. La cosa está más o menos clara. Ahora Lind quiere saber si el quiebre está relacionado con los talleres literarios que imparte Barros, Skármeta o Eltit. Parece que no. La pregunta es demasiado ingenua. Porque los talleres literarios no son una invención de ahora, dice Barros. Los talleres literarios han sido una tradición desde la Colonia. Lo de ahora es un momento. Además, nunca hubo tantos talleres culturales como en la dictadura. Y de todo tipo. En Chile hay una tradición de talleres que se inician en los salones de recibir de Isidora Zegers. Y ella, más que talleres literarios, forjó la idea de taller. Ayudó a Rugendas, que pintaba ante la gente. Músicos, escritores, todos pasaban por sus salones. Se hacía los jueves. La gente iba y mostraba ante el público su obra, musical, lo que fuera. La gente criticaba, hacía aportes, y las personas llegaban a la semana siguiente con la cosa arreglada. Esa es la dinámica de taller, tipo tertulia. Y eso duró siglos.
El primero en profesionalizar el taller en Chile fue Fernando Alegría en la década del 50, inicio de los 60. Y comenzó a cobrar por sus talleres. Sin embargo, en los 40 en adelante, comenzó la idea de las “camarillas”. No se llamaban taller, se denominaban academias, pero que en el fondo eran talleres. La Academia de Letras que tuvo la Universidad Católica y la Universidad de Chile. Los talleres se rompen como sistema por un bando (1973), no porque se diga que se prohíben los talleres, sino que se prohíbe el derecho a reunión de más de cinco personas sin autorización de la municipalidad. Comienzan los talleres clandestinamente. Pero no porque hubiere o empiecen allí. Los talleres siempre estuvieron. Neruda tenía su grupito. Armaban tropas de seguidores que escribían como tal o cual, o seguían al escritor más que al taller. Y Lafourcade fue el primero que tuvo un taller autorizado por los militares. Estaba Marco Antonio de la Parra, y toda esa generación pasó por allí en un minuto. Y después todo el mundo se fugó y nadie pidió permiso, y todos empezaron a hacer talleres. Pero no es una cuestión de ahora. Los talleres son un sistema tradicional que ha tenido un impacto muy grande afuera, pero que se realizaron durante siglos por Argentina, México, Ecuador, Perú y Chile. En Latinoamérica fueron los principales exponentes de este tipo de trabajo tipo tertulia. Y lo que tiene de bueno, es que los gringos descubrieron la maravilla de esto. No se explicaban por qué los latinos tenían tanta producción y además no sólo eso, sino la rapidez de acceder a ciertos conocimientos que un escritor demora 20 años.
Barros: la lógica es que en dos años dejes el taller. En dos años, no deberías estar en ningún grupo. Deberías cambiarte de grupo. Y probar con otros, porque cada taller tiene una especialidad. Y esa especialidad en este país es muy buena. Jaime Collyer es un tipo espectacular si tú aprendes a configurar personajes con cierta solidez, por ejemplo en la novelística. Gonzalo Contreras es un tipo que te va a dar los espacios y la descripción. Ana María Güiralde es una muy buena experiencia para comenzar a escribir porque es muy estimulante.
Lind: ¿y Pía Barros?
Barros: yo soy una hija de puta, muy perra. No encuentro las cosas muy buenas y muy rara vez aplaudo. Pero están todos muy conscientes de que jamás van a salir de una sala sin aprender algo. Nunca van a venir a perder el tiempo. Van a escribir siempre. No lo van a hacer bien. Van a equivocarse y en la equivocación van a aprender cómo es el sistema de corregir el error.
Lind: ¿y cómo se convierte tu taller en el mejor de Chile?
Barros: por desesperación (remítase a la dramática historia de Barros). Pero además parte de otra cosa: cuando las mujeres íbamos a un taller, si teníamos buenas piernas, nos escuchaban. Yo por suerte tenía buenas piernas. Cuando asistía a talleres, había mujeres que escribían maravillosamente, pero no eran oídas y eran tratadas como las viejas que se estaban entreteniendo en algo y no le daban validez a su escritura. Porque eran mayores. Las mujeres, de algún modo, estábamos involucradas en nuestra sexualidad para poder escribir o para poder tener acceso al mundo de los escritores. Me parecía brutal y tremendamente injusto. Y en la rabia, empecé a buscar un sistema en que cada clase hubiera una técnica a cumplir. El análisis posterior del texto yo lo desarmaba y lo hacía a la inversa. Más que lo que se hizo con el texto, yo busco cómo se hace y para qué sirve. Fui armando 42 técnicas, separándolas en diferentes narradores, en diferentes cosas. Cada vez que ibas a una clase, en dos horas y media, sales con un cuento: malo, pero no importa; con una técnica y el objetivo cumplido. Si la hacías o no, igual tenías internalizada la técnica. Aprendes a criticar y a ser criticado, y, a su vez, a producir en un espacio y condición democrática. Producir en las mismas condiciones. Eso, para mí, ha sido lo más exitoso que he hecho.
Fuente: librosdementira
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