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Sin hablar, sin pensar, iré por los senderos: pero el amor sin límites me crecerá en el alma. Rimbaud

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viernes, 18 de marzo de 2011

Concurso Poesía y Prosa Gonzalo Rojas Pizarro- Obra Ganadora en Prosa


CATEGORÍA CUENTO

1er LUGAR:
“LABRANDO LOS AÑOS”

Fátima Alarcón Alarcón
                                                                         Lebu

LA LLEGADA

            Al llegar la bruma capturaba el lugar, todo era borroso, como si Lebu hubiese disfrazado sus paisajes, podía oler la pobreza, las casas despintadas, mujeres con niños a cuestas, pordioseros arrimados a un banco de la estación, esperando un trabajo ocasional a cambio de unos cuantos centavos y si la suerte les acompañaba, un peso o dos, permitiría dormir la siesta con el estómago lleno. A lo lejos divisé muchachos descuidados observando el tren, otros jugando con un balón hechizo de barro, paja y calcetines…El silbato del maquinista anuncia la llegada…
            Corría junto al tren, fue la primera vez que lo vi, sus vivaces ojos, su cara pecosa, su estatura mayor a la de los demás captaron mi atención y no tan sólo la mía, la tía Queta, a quien debía mi nombre, me advirtió: “ese es el Navarro”, son unos pobretones sin remedio, rezongó; ni siquiera lo mires, pero al bajar, la tía Queta lo llamó: “Navarro, tome las maletas y llévelas a mi casa, se las entrega a la señorita Tela”.
            Caminamos por calle Prat, el barro y las lluvias de Junio me obligaban a levantar mis largos vestidos, lo que la tía llamó “provocación al pecoso”, creo que desde ese día, nuestras miradas jamás dejaron de cruzarse.
            Mi madre había muerto ese invierno fatal de 1920, lo que obligó a mis tías hacerse cargo de mi y de mi hermana, atrás quedaba Concepción, mi padre y los recuerdos de la familia que alguna vez fuimos…Nuestro nuevo hogar estaba en calle Bulnes, mis tías eran las señoritas encargadas del teléfono, en la esquina estaba el hermoso Hotel Rocha y casi al llegar a la otra esquina estaban las vecinas Else y Lina Haberveck,  la primera era hija de padre y madre alemanes, que habían huido de la Primera Guerra Mundial en un barco, donde pereció la madre de la pequeña Else. Más tarde supe que Lina era hija del segundo matrimonio del alemán con una chilena, tenían una vida social y belleza envidiables. En esta casa también vivía Quelina, muchacha morena, delgada, de bellas facciones, trabajaba con las Haberveck desde que tenía uso de razón, pues su madre había muerto, quedando al cuidado de una tía que más tarde se casó, se llenó de chiquillos y como eran demasiadas bocas que alimentar vino al pueblo y empleó a Quelina, por suerte en aquella casa maravillosa, donde los “Martes de Canastas” era invitada toda la sociedad Lebulense, incluyendo mis tías y por supuesto a mi hermana y a mi, donde la noticia de nuestra condición era conversación obligada. Mi hermana, a quien cariñosamente llamábamos “chino”, llevaba tiempo ya viviendo con las tías Queta y Tela, debido a su rebeldía.
            Quelina tenía más o menos mi edad, unos doce años en ese entonces. Me escabullía hasta la cocina para acompañarla, las dos teníamos algo más que la edad en común, habían muerto nuestras madres, teníamos padres ausentes y aunque teníamos condiciones diferentes, nuestros corazones eran semejantes. Sosteníamos largas conversaciones, que se veían interrumpidas por los requerimientos de Quelina en el salón.


El comienzo del amor

            En el año 1921, abandoné mi luto y volví a una pequeña escuela, donde la señorita Lina era la maestra y Navarro junto a sus dos hermanos eran mis compañeros. Chino, mi hermana, no quiso estudiar, se dedicó por completo a ayudar a las tías con las comunicaciones. A veces en las tardes, las tías descansaban, sobre todo después del accidente ocurrido al caer el rayo ese crudo invierno y que dejara por siempre sorda a mi tía Tela de un oído. Nos dejaban al cuidado de la compañía. Fue ahí cuando Orlando Navarro comenzó a visitarme, traía dulces, cartas, bellas y largas cartas de un amor que yo aún no comprendía, todo esto oculto por supuesto de las tías, pues vivíamos en un mundo de señoritas donde sólo los martes veíamos varones mayores con sus señoras.
            Transcurrieron los años, Chino y Quelina, me cubrían para ir a pasear con Orlando a la playa de Bocalebu…Ahí nos besamos por primera vez, mirando el mar y supe que lo amaría por siempre. A las tías ya le había llegado el rumor de mis amoríos con Orlando, me sacaron del colegio y me recluyeron en casa, consejos iban y venían, “que los Navarro esto, que los Navarro lo otro”, yo sabía que su único pecado era ser pobre.
            El año 1928 estuvo marcado por fatalidades, primero fue la muerte del padre de las señoritas Haberveck, cuyo funeral fue en Valdivia, dejando a Quelina como préstamo en nuestra casa por casi dos meses, donde nuestra infinita amistad se afianzó cada día más. Las tías la adoraban, era una joven laboriosa y además de servicial, era hermosa, se había ganado la confianza de los miembros de nuestra casa. Fue así como volví a ver a mi Navarro, después de un año. Quelina iba a buscar el diario donde las señoritas Olave en calle Pérez, a dos cuadras de nuestra casa, Orlando me esperaba en la puerta del Hotel Rocha, caminábamos esas cuadras maravillosas, nos mirábamos y al final del encuentro me entregaba una carta. Quelina también asistía a misa, por supuesto yo iba con ella, mientras Orlando se quedaba atrás en la Iglesia, yo sentía sólo su presencia – con el perdón de Dios -. Lo amaba, ¡Cuánto lo amaba!.
            Mi padre también murió ese año, era un ingeniero prestigioso, de buena familia, pero al morir mi madre, se sumió en el vicio del alcohol; viajamos a su sepelio y después de algunas conversaciones mis tías decidieron que estaba en peligro; por supuesto, ese peligro era Orlando; entonces, no me dejaron volver; me consiguieron un trabajo como secretaria en la firma donde trabajó mi padre y sólo muchos años más tarde volvería a ver a Orlando.

Quelina conoce el amor
           
Por esos años, Quelina también conoció el amor. Pedro se llamaba. Era un hombre delgado, que invierno y verano usaba pantalones de lanilla, repartía el pan de la panadería de un señor español apellidado Colileo. En un principio a Quelina no le caía en gracia este caballero larguirucho y pálido, que dejaba el pan donde las Haberveck cada mañana en forma poco amable. Fue mucho tiempo después, en la primavera de 1937, cuando Quelina asistía al mes de María con su velo negro, se fijó que Pedro estaba en la esquina cuando ella iba y regresaba a casa. Un año más tarde se casaron con la bendición de su protectora, la señorita Lina; pasó algún tiempo y los pasos de Quelina se esfumaron. Fue casi ocho meses más tarde que su protectora logró encontrarla en un cuartucho de mala muerte en los pabellones de la Amalia, Pedro había perdido el trabajo y Quelina tenía ya seis meses de embarazo; la señorita Lina habló largamente con ellos y les dijo: “Tengo un amigo que próximamente será elegido Presidente de Chile y cuando eso ocurra va hacer una escuela vocacional de señoritas, donde yo seré la directora y tú Pedro serás el portero en ella y podrán construir un lugar donde vivir”. Susurrando al oído de Quelina y tocando su vientre, le dijo: “Si es niño se llamará Augusto”, ésta asintió con la cabeza, pues conocía bien el secreto que este nombre encerraba; fue así como la escuela vocacional se construyó en calle Pérez con Freire, siendo la directora la señorita Lina, cumpliendo la promesa a Pedro y a su Quelina. Estos forjaron en los años venideros una numerosa familia y su primogénito se llamó Augusto.

El nacimiento de blanca

            Blanca llegó a mi vida en una edad madura, donde había perdido toda esperanza de encontrar a Navarro, que emigró de Lebu al norte – según me dijeron -, pocos meses más tarde de mi partida. Mi marido, hombre maduro, de pocas palabras y genio endemoniado, era ingeniero de la firma donde trabajé como secretaria, me casé sin amor, pero volví a encontrarlo en los ojos de mi pequeña Blanca, emigramos a Santiago, puesto que él junto a otros ingenieros estaban construyendo la Torre de Tajamar, un edificio muy alto para esa época. Fue ahí en Santiago, en una sala de espera, donde volví a encontrar a Orlando, estaba sentado junto a una sencilla mujer y dos pequeños, de unos nueve y diez años, la misma edad de mi Blanca, me acerqué, me reconoció enseguida a pesar de los años, denoté un rictus de amargura en su boca, unas gotas saladas inundaron nuestros ojos, me presentó a su mujer, a sus hijos, por mi parte hice lo mismo con Blanca, intercambiamos direcciones y comenzamos a escribirnos nuevamente, como lo hacíamos en antaño, en ellas escribía el dolor que le había causado mi ausencia, de los múltiples trabajos que había realizado, cómo había llegado a Santiago y cómo él con su buena mujer se habían casado; también me habló de su penosa enfermedad, tenía cáncer, pero sus cartas fueron cesando con los meses, hasta que recibí la última, enviada por su señora, anunciaba que el cáncer había empeorado y Orlando pedía hablar conmigo. Lo visité todos los días antes de su muerte, acudía a su casa junto a Blanca, ella me esperaba en la humilde salita, mientras yo me quedaba horas en su lecho moribundo. El día de su partida, tenía sus manos en las mías, me miró, vi al niño pecoso correr tras el tren, luego aquel niño se transformó en el adolescente que amé, al hombre que amé en ausencia y que cerraba sus ojos para siempre.
            El verano de 1960, volví a Lebu junto a Blanca, todo estaba cambiado, algo moderno, visité a las Haberveck, me llevaron donde Quelina, mi amiga era una mujer robusta, con la laboriosidad de siempre, con cuatro chiquillos acuestas, Augusto, Pedro, Lina y Teresa y un marido que era un pan de Dios; yo en cambio me había encogido no sólo de cuerpo, sino que de alma. Volver a Lebu, ver a Blanca recorrer sus calles, era ver mi propia figura bajando de un tren con vestidos largos...

Nota de la autora:
            Todas estas mujeres, tan diferentes, la una de la otra, aún así entrelazadas, labraron sus años y los de este Lebu, que con sus historias logré amar aún más. Sólo Quelina las sobrevive, tiene noventa y cinco años y aunque está postrada en cama, en otra ciudad, lo único que quiere es descansar en su Lebu amado donde descansa su Pedro.

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Sol Domínguez

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